Capítulo II Completo:: Una amiga Sigue a Su Amiga

Capítulo II: Una amiga Sigue a Su Amiga
-¡Ring!
-…
¡Ring!
-…
-¡RING!
-¿Bueno?
-……
-No, no esta aquí. Sofie todavía está dormida. ¿Por qué?
-¡………!
-¡Ay, Dios! Si, espera. ¡Sofie! ¡Sofía! ¡Ester no encuentra a Sara!
-¿Qué?
Esto despertó por completo a Sofía, que se levantó de un saltó y corrió a la sala. ¿Cómo era posible?
La sra. Ester no lo sabía. La última vez que había visto a su hija estaba en la cama, tratando de dormir.
De repente, Sofía recordó lo que había escrito anoche, sintió como la sangre se le iba a los pies, y se desmayó.
Al abrir los ojos, no recordaba bien las cosas, creyó que apenas despertaba. Volteó y miró al reloj, que aún estaba borroso. Mientras empezaba a despabilarse, oyó a lo lejos un sonido como de quien se suena la nariz. Empezó a distinguir los números del reloj: la dos y media. ¿Tan tarde?
Entonces empezó a recordar. La llamada, la noche anterior, el texto. La angustia se apoderó de ella, y trató de levantarse.
-¡Sara!- Unas manos la regresaron a la cama, era su madre que llorando trataba de recostarla-.
-Ya hemos buscado en todas partes. Dice el doctor que fue la impresión. Debes quedarte aquí, acostada. Tu abuela llegará a cuidarte. Yo iré con la señora Ester, a ver si puedo ayudarla. No te preocupes, todo estará bien. No te presiones, pero si tienes alguna idea de dónde pueda estar… no llores, Sofie… no te preocupes…
- ¡Mamá! Yo… lo sabía… ¡Yo lo hice!
- No, Sofie, ¡tranquilízate!, no es tu culpa… no pudiste hacer nada…
-Mama… yo… la soñé, en una cueva, en el bosque del rancho- después de analizar las circunstancias, pensó que nadie le creería que ella había causado todo, y en cierta forma decirlo también contribuiría a admitir su culpa-. ¡Búsquenla ahí, por favor! ¿Que tal si es mi culpa?
- Sofie, mírame a los ojos. Tú nunca le provocaste nada a Sarita. La buscaremos donde dijiste, pero por favor, trata de descansar- la madre de Sofía acarició el cabello de su hija, para tranquilizarla, y después se levantó para salir-. ¿Cómo se llega a esa cueva? Iré con Ester para que busquen allí –y luego, como si leyera los pensamientos de su hija ordenó-. Ni se te ocurra moverte de la cama. Debes descansar.

Al poco tiempo de que saliera su madre, recibió una llamada de Ester, la mamá de Sara, que le agradecía a Sofía: según ella era el profundo lazo que la unía a Sara lo que había hecho que pudieran encontrar la única pista hasta entonces: su pantufla rosa enredado en las espinas de un arbusto a la orilla de la cueva que Sofie había descrito.
Sofía no sabía que hacer. Le dolía terriblemente la cabeza. Se habría querido resistir, librarse de ese pensamiento de que lo que escribió no era la causa de esa desaparición.
La noche llegó, y en medio del insomnio, una idea acudió a la mente de Sofie. Tomó el cuaderno y una pluma, y vacilante escribió:
“Sara se encontraba bien, y logró hallar el camino de regreso”
Nada pasó. Si ella había causado la desaparición, también habría de remediarla, ¿no? ¿Eso quería decir que no era SU CULPA?
En vano esperó una señal, y pasó la noche asustada, entre la vigilia y el sueño.
Al día siguiente, la noticia de la desaparición se había difundido por todo el pueblo, y Sofía se dio cuenta de cuán unidos pueden llegar a ser los pueblos pequeños. Puesto que habían encontrado el gorro de Sara en el bosque, dedujeron que se habría perdido, y un grupo de vecinos organizaron un grupo de búsqueda alrededor del rancho.
Sofía era muy pequeña para acompañarlos, sin embargo en cuanto se halló sola en la casa se puso un viejo impermeable y se dirigió a la cueva. Afuera llovía a cántaros. El agua que escurría por toda la pendiente arrastraba lodo entre los árboles, y la tierra, hinchada de humedad, sumergía casi por completo sus pies a cada paso que daba.
Mientras caminaba trabajosamente, Sofía recordaba a su amiga, y la curiosa forma en que habían encontrado la cueva, su refugio, un soleado día de abril, mientras jugaban.
Lo recordaba perfectamente, porque fue justo después de mudarse, en su casa aún había montones de cajas por desempacar, y Sofía había salido con su nueva vecina -“esa chica tan solitaria”, como la había descrito el anterior dueño-, a conocer los alrededores de su casa.
Un cambio de domicilio resulta siempre ser un tanto triste para quien se muda, y Sofie se sentía desolada. Se encontraba a cinco horas de lo que había sido su antiguo hogar, en la ciudad. A cinco horas de lo conocido, de la civilización, de su escuela, de todos sus amigos.
De mala gana había accedido a salir con Sara. Al asomarse se topó con un rostro un tanto serio, casi duro, que la intimidó. Sofie pensó que Sara era una de esas chicas que habrían preferido nacer varones, pues parecía no tener el menor signo de coquetería. Vestía uno vaqueros algo gastados, y una playera enorme que le llegaba muy debajo de la cadera, en la que se sujetaba un feo suéter tejido. No llevaba aretes, de hecho no llevaba ninguna joya. Su pelo estaba sujeto por una trenza demasiado floja, que permitía que algunos mechones se le fueran a la cara. Bajo esos mechones castaños, y a través de los gruesos lentes de montura de pasta, Sofía encontró unos ojos claros, tímidos, y curiosos; y bajo las pecas, un ligero sonrojo.
Caminaron sin rumbo durante un tiempo, hablando de todas las cosas que se preguntan a los doce años, cuando se tiene la intención de conocer a alguien. Era claro quien llevaba la pauta de la conversación: Sofía formulaba las preguntas, esperaba la respuesta y luego la respondía ella también, así que en sólo una media hora ya sabía el nombre completo de su nueva amiga, su comida favorita, su cumpleaños, su color preferido, sus hobbies, su programa favorito y su signo zodiacal; de la misma manera Sofie se había encargado de que Sara conociera los mismos datos respecto a ella. Sara era la hija del único médico que existía en varios kilómetros a la redonda, mientras que el padre de Sofía acababa de ser contratado para dar mantenimiento a todos los vehículos de la enorme hacienda conocida como el Rancho El Abedul. De pronto, Sofie se sentía tan a sus anchas como si no se hubiera mudado, en cierta forma, Sara la había ayudado a sentirse de nuevo en su hogar.
Sara y Sofía se convirtieron de la noche a la mañana en amigas inseparables, no hubo un día de semana santa que ellas no aprovecharan para jugar bajo el sol. En ese pequeño pueblo no había muchos lugares a dónde ir, pero a cambio, el bosque se ofrecía como un recurso inagotable para pasar el tiempo. Ahí se podía jugar a las escondidas, a trepar árboles, gritar, cantar, en fin, hacer cualquier cosa sin ser molestado por nadie más.
Un día, jugando, se adentraron más de lo común en el bosque, y llegaron a una zona sin senderos, aunque las hierbas ahí no crecían tan tupidas resultaba difícil avanzar debido a la cantidad de hojarasca acumulada en el suelo. Ese pedazo de bosque parecía mucho más silencioso de lo normal, y los árboles, de troncos demasiado gruesos, parecían ser más ancianos que en cualquier otro sitio. Y ahí, entre las raíces cubiertas de musgo de un árbol, había un agujero de más de un metro de altura.
Ese agujero conducía a una cueva, lo suficientemente grande para que las dos niñas jugaran cómodamente en sus paredes de roca compacta. Fue entonces cuando la empezaron a llenar de cosas: pósters, una vieja lámpara, libros, dulces, en fin, todo lo que les quedaba a la mano. Y para disimular la entrada, Sara plantó una tupida bugambilia que creció pronto.
¿Por qué, para empezar, había querido usar el cuaderno? ¿Porqué hablar sobre la cueva, sobre ellas mismas?
Sofie llegó por fin a la entrada, donde tuvo que agacharse para poder pasar bajo la cinta amarilla que rodeaba la evidencia, y al entrar encontró todo revuelto: las lámpara se había estrellado contra el piso, los posters habían sido arrancados y los libros regados en el suelo, que estaba lleno de pisadas de lodo.
Si Sara había partido de allí, tenía que volver a ese mismo lugar. Sofía se quitó el impermeable, que dejó colgando junto a la entrada, y alegrándose que al menos hubiesen dejado intacta una caja con velas, encendió una, abrió el cuaderno, buscando la última página escrita. Leyó la hoja de principio a final, pero la última frase del cuaderno era:
(…) porque ella se había trasladado a su propio ser, al interior de su mente, al pequeño umbral que distingue a los sueños de lo real.
No podía ser, ella estaba segura de que había escrito algo más, y sin embargo, el resto del cuaderno estaba en blanco. Así que tomó su pluma y escribió:
“Sara volvió de su viaje a la cueva, donde la esperaba su amiga.”
Miró fijamente la hoja, y en un instante, la tinta desapareció.
Una y otra vez escribió las mismas palabras, pero a medida que las escribía eran borradas. Cambió la pluma, pero no hubo diferencia. Había algo que no encajaba ahí, lo sabía, y eso la hacía sentir impotente. De repente, lo comprendió, una idea llenaba su mente, se apoderaba de ella, como aquella noche. Empuñó la pluma, y esta vez la tinta permaneció sobre el papel mientras ella, dominada por el impulso escribía. La luz de la vela se apagó cuando una corriente de aire penetró en la cueva, pero la oscuridad no impidió que Sofía siguiera escribiendo. Un estruendoso relámpago iluminó el interior, ahora vacío, y en el cuaderno hubo tiempo para leer la última anotación:
“…entonces Sofía se fue a reunir con Sara, a ese mundo desconocido que se hallaba tras la cueva.”

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