Guerra florida.

...¡Hay muerte aquí entre las flores,
en medio de la llanura!
Junto a la guerra,
al dar principio la guerra,
en medio de la llanura...
Nezahualcóyotl, poeta prehispánico


Al salir, miro la ceremonia a mi alrededor, y trato de permanecer impávido, recordando los rostros de mis mayores cuando los vi partir a la batalla, con frecuencia por última vez.
Ojalá y pudiera tranquilizar los angustiosos pensamientos de las mujeres que me verían ir. Ellas -y nosotros- sabían que la partida era inevitable, si nosotros no íbamos a los tenochcas, ellos vendrían por nosotros y por todo el pueblo.
Entonce miré el altar... en el cúmulo de piedras planas apiladas en forma de nicho había una minúscula ofrenda de vegetales, maíz y sacrificios, y no pude evitar cierta vergüenza por no poder aportar más. Si tan sólo no tuviéramos que entregar tanto tributo...
Los sacerdotes, danzando embutidos en el trance, sangraban sus orejas e invocaban la máxima ayuda posible; le ruegan a Camaxtli, para que dirija nuestros brazos, y nos de su fuerza en las piernas, y su destreza en el combate; en fin, que sea uno con nosotros, su pueblo, su sangre.
Avanzamos por la calle principal, aclamados por los gritos de la gente, despedidos no solo por los Ancianos, por las esposas y los parientes, sino por el canto del pueblo que es su propia voluntad, diciendo al unísono que la guerra, hecha con fervor y en justicia, será recompensada.
Aún quedaba un largo camino por recorrer. Atrás a lo lejos, aun se oyen los golpes del tambor y el sonar del caracol, recordándonos que que el pueblo sigue ahí, rogando por nosotros y por ellos. Delante, marchaban los sacerdotes en una especie de semiconsciencia, como si estuvieran en parte con nosotros y en parte con los Dioses.
Era hora de irse, reunirse en Cacaxtla junto a los grandes señores, y a los grandes guerreros.
Y mientras marchamos, una idea asalta mi mente, flota, inminente sobre el mar de emociones que me arrasa, y sobre el ruido que me impide oír mi propio miedo; voy a morir, me dice la idea, pero soy incapaz de comprenderla.
Cerca de mí, distingo apenas la presencia de Itzmitl, mi hermano en la enseñanza, con el aprendí a cazar, siempre bromeaba, pero ahora se ve pálido y distante, juguetea tan nervioso con la punta de su lanza que ha terminado por herirse con ella, y aún así ignora la sangre que escurre de su mano. Lo observo, y me veo a mí en el, un espejo de esta desesperanza que se hace inminente, porque, ¿cómo tendré el valor de defender a mi Dios? ¿será capaz Él de vencer a Hutzilopochti?
Al llegar a la ciudad nos agrupan junto a las hordas delos pueblos vecinos. Los los pipiltin, nobles guerreros, los fuertes y ufanos maestros de la guerra de la ciudad caminan cerca de nosotros. Son muy diferentes a la mayoría de nosotros. Su fuerza y ligereza los asemeja a jaguares. Sus escudos son los más bellos, y los más fuertes. Iremos casi al frente, ayudándolos y cargando sus armas.
No decimos nada. En el silencio, las flautas y tamborcitos de los sacerdotes nos guían por los senderos que conducen al campo de batalla, mientras, con un terror que no soy capaz de admitir, espero  que me atraviese una flecha y me encuentre pronto en el inframundo, sirviendo a los Dioses sin terminar en la fila de los futuros sacrificados.

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