Rapaz

Abajo, el tiempo transcurre pesado bajo el sol de la tarde. Los pasos en la tierra floja y aireada se pierden a mitad del impulso, mientras el dueño cuida de su parcela, sudando la gota gorda bajo su sombrero de ala ancha. A esta hora, también el pastor atraviesa por horas lentas, pasadas a cuenta gotas porque ya dejó de esperar a que los borregos pasten y es hora de levantarse para llevarlos de vuelta al corral.
Lejos, en la carretera, los coches van rápidos, parece que se quieren burlar del tiempo a fuerza de acelerar, tristes patadas de ahorcado porque por dentro el sol se asienta en el aire caliente del coche, adormilando a los pasajeros mientras se les entumen las piernas, y los niños miran por las ventanas hastiados del paisaje monótono de los asientos de los autos.
Ese tiempo que va con flojera, como queriendo hartar a los que sobre la tierra esperan a que pase, se desvanece cuando uno mira al cielo.
Allá arriba, el tiempo pierde su poder porque nada puede contra la eternidad y grandeza del espacio; las estrellas, por ejemplo, miran impávidas a los que acá nos encontramos, si sintieran como nosotros, se burlarían de lo vana que es la vida porque se encuentra atada a los caprichos de lo momentáneo.
Las nubes, pesadas y perezosas, ni se inmutan por el mundo que lucha bajo sus arrogantes corpulencias, se dedican a mirarse entre ellas, engordar, gritar y llorar de vez en cuando.
Pero en medio, cual chamanes que conectan ese cielo atemporal con esta tierra cargada de pesadez, las aves vuelan, entorno a nosotros y a la eternidad. Se desplazan, gráciles, ajenas a la maldición del resto de los mortales de arrastrarse sobre sus patas (o sobre sus vientres, o sobre el agua o sobre sus pies). Suben los sueños y cantan sobre sus victorias en un idioma que sólo ellas conocen.
Tomemos, por ejemplo, a las rapaces. Ellas vuelan, ajenas a nuestro tiempo y espacio, se burlan de los que corremos porque ellas son capaces de surcar las nubes, de nadar en el aire, de asirse de su etéreo resplandor y ser más ligeras que el mundo.
Un gavilán planea sobre el campo. Desde el suelo, es observada por el niño del coche y el pastor; y su sombra se atraviesa sobre la tierra de la parcela del campesino. Se desliza silenciosa y omnipotente entre moles y moles de nitrógeno, oxígeno, dióxido de carbono y otros gases que empujan a sus majestuosas alas a través de una termal. Su vuelo es como una sinfonía, podríamos exponer cada movimiento y su función en el arte de volar, pero nunca podríamos explicar la majestuosidad de sus aletazos lentos y elegantes. Desde arriba, con sus ojos precisos cual telescopios espaciales divisa una rata de campo que olvidó tener la precaución de mirar hacia arriba antes de salir de su agujero. El gavilán se lanza en un preciso ángulo directo a su presa, poco antes de llegar baja las timoneras y mueve las alas como frenos. La rata corre pero es demasiado tarde. El gavilán la toma y emprende el vuelo, y mientras las potentes garras penetran en la médula espinal de la rata, por un instante la eleva a su mundo imposible para nosotros, los que estamos condenados a arrastrarnos sobre nosotros, y no nos queda sino volar con los ojos cuando las observamos con un poquito de envidia, y deslizarnos únicamente en el aire de nuestros sueños.

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