Insanis Tempus

Entonces caí.
Mi mente se fue hundiendo en el abismo profundo e inacabable, como lo había hecho muchas veces. Y siempre era igual de malo. Primero grité, aterrado, y moví mis brazos y piernas en un intento desesperado por asirme a algo que me sacara a la cordura, pero fue en vano. El miedo hizo mella en mí y finalmente perdí el control de mí imagen mental de mí mismo cayendo en ese abismo sin fin, perdiendo toda noción de mí.

-Imbécil.

La risa irreverente que tanto conocía rebotó en mis oídos a todo volumen, haciendo que me doliera la cabeza. Demonios. ¡No tengo cabeza! Trato de alzar los brazos pero me doy cuenta de que de hecho no tengo cuerpo, y aún así este dolor no se me quita.

-Eres tú otra vez- digo fastidiado, mientras el extraño duendecillo empieza a juguetear haciendo un graffiti a mitad de la nada.

-No soy yo otra vez. Esta vez soy nuevo, no es lo mismo hoy yo que el yo de la otra noche.

Traté de incorporarme, pero recordé que no tenía cuerpo, así que simplemente traté de girar al mundo para dejar de ver todo de lado, pero el mundo se cayó.

-¡Cielos, Pete! ¡Deja de hacer eso! -gritó el duendecillo que de pronto se dio en la cabeza al caer.

-Lo siento- Respondí automáticamente-. Espera, ¿qué haces aquí?

-Lo de siempre, viejo. Cuidarte. -dijo el tipejo tras levantarse y sobarse su enorme cráneo.

-Sólo traes malas noticias...

-¡Sólo traes malas noticias! -remedó el duendecillo, insultante- ¿crees que me gusta andar de mensajero? Pues no, señor, así que me voy...

-Espera, dime que es lo que pasa...

-¿Que pasa? ¿QUÉ PASA? -dijo el hombrecillo con fingido enojo- pasa que estoy molesto. Y si no te molestas tú, no se que voy a hacer. Lárgate de ahí.

Una parte de atrás de mi mente me recordó que debería estar en el gran salón del Elíseo.

-¿Que me qué?-le pregunto

-Lárgate. La Arpía esa te sabrá disculpar. Si es que vuelves a verla. Pero deberías largarte, esa sala va a llenarse de payasos.

-Payasos no ¡Los odio! -una vez más traté de incorporarme haciendo temblar el piso bajo los pies del duendecillo, y recuerdo que no tengo cuerpo (otra vez).

-Ah, y pásate por casa de Nico, le dará gusto verte.

-¿Pero cómo me voy, si estoy aquí?

-Eso es muy facil -dijo el duendecillo, y sacó lo que parecía un montón de dinamita de su saco-

-Hey, ¡No hagas eso! -grité al verlo poner la línea de combustión y encender un cerillo

-Rétame -dijo él, malicioso-. Además no se pierde mucho ya está todo roto aquí.

-Oye, no. Por favor.. ¡Espera!

¡BUUUUUUM!

Logré incorporarme al fin. Numerosos vástagos me miraban, un poco sorprendidos.

-¿Qué  miran? -les grité enfadado- ¿Algún problema con que haya caído?

Como pude me levanté y sacudí sin la ayuda de esos chismosos, y miré a mi alrededor. La alfombra me era conocida. Era el Elíseo.

-¡Los payasos! -grité aterrado. Un par de imbéciles rieron

-No quiero quedarme a ver los payasos -le dije educadamente a madame Lesttat- con su permiso.

-Le recomendaría que esperara... dijo la mujer, no muy convencida

-Lo siento, ¡me voy!

Y salí de ahí pitando a casa de Nico, a treinta kilómetros de ahí.

Semanas después supe que los payasos llegaron al Elíseo. Ahora hago más caso al duendecillo.

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