La Merca

El muchacho se queda esperando en la banca. Pasa una hora, dos, el sigue inmóvil, como una estatua, mientras a su alrededor se desarrollan decenas de sucesos tan irrelevantes como cotidianos, nada que le importe o afecte.
Lleva en la bolsa del pantalón la navaja gastada de siempre, esa que ya no se ven ni las letras, y que de un lado esta cubierta de una negra capa de mugre. En la otra bolsa está la vieja cartera amarilla y azul de un equipo de fútbol, y en la bolsa de la chamarra, una caja de cigarros.
Tras lo que parece una eternidad, se dedica a abrir la maltratada caja y sacar un cigarro. Lo enciende, más por hábito que por ansiedad, y sigue observando. Su mano izquierda acaricia la navaja por encima de la ropa, como para asegurarse que sigue ahí, y de vez en cuando echa una mirada de soslayo para asegurarse de que su mercancía sigue donde la dejó.
Pronto empiezan a salir los niños.
La pequeña escuela pública, de salones abarrotados y poco cuidados se va vaciando y el parque donde él se encuentra se va llenando de incipientes adolescentes, niños jugando a crecer que bromean y platican estruendosamente. La calle esta llena de frustrados intentos de rebeldía, horrible música de moda en el altavoz de un celular, una perforación que puede disimularse rápidamente bajo un flequillo, un aborto de peinado estrambótico, un cigarrillo robado de la bolsa de algún adulto.
Mientras sigue acariciando la navaja por encima, él recuerda que no hace mucho era exactamente igual, rebelde, ingenuo, tonto. Pero ahora todas esas niñerías ya no le afectan, incluso casi le dan ternura. Después de todo ese sentimiento que hace a los chamaquitos querer parecer mayores, es su mayor negocio, y pronto quedará demostrado.
Después de muchas disimuladas vueltas alrededor de él, un jovencito que no ha de ser ni de segundo año se le termina acercando. Bien, mocoso, acércate de una vez, piensa el vendedor. Todos los estudiantes saben lo que vende, pero pocos realmente se atreven, aunque sea por curiosidad, a preguntar por su mercancía. Para eso se requiere bastante valor a su edad.
El muchachito se acerca casi empujado por un par de compañeros, con el rostro rojo de vergüenza, el casi niño tiene la mano metida en el bolsillo, probablemente sujetando los pesos que tiene y sopesando la posibilidad de que no le alcance, y finalmente pregunta.
Un par de bravuconadas del vendedor derrotan la vergüenza del chamaco sustituyéndolas por un pequeño reto y al final el jovencito accede. Una sonrisa ladeada, y la mano que estaba acariciando la navaja se mete al bolsilllo para sacarla. La desenfunda con la rapidez propia de la costumbre y con un movimiento rápido corta el hilo del enorme globo en forma de corazón del nudo que lo ataba a sus hermanos, enfunda la navaja, cobra los treinta pesos, y devuelve el cambio. Todos miran de reojo al muchachito que  corre hecho una pena a regalar el globo, como si fuera todo un príncipe aspirante a la mano de una dama, y se lo regala a una niña que, roja, se corre a esconder al baño de niñas. Estos chamacos... se dice a sí mismo el vendedor y vuelve a su posición inamovible, como estatua, a esperar otro niño que quiera sentirse grane.

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